Novelas en capítulos y cuentos cortos

sábado, 10 de noviembre de 2018

FELIPA, EN CARNE VIVA - Capítulo 21

"¿En qué hondonada esconderé mi alma
 para que no vea tu ausencia
 que como un sol terrible, sin ocaso,
 brilla definitiva y despiadada?".
Jorge Luis Borges


San Nicolás de los Arroyos, 2 de agosto de 1820
"Aquí estoy amor mío, en el campamento, mi único hogar en este largo tiempo lejos de ti. Acerco mis manos entumecidas por el frío que arrecia esta noche en la pequeña fogata que uno de mis compañeros encendió en un vano intento por calentar nuestros cuerpos desprovistos de abrigo. Uno de los oficiales nos repartió algunos ponchos y quillangos, pero no es suficiente. Igualmente en la lucha se nos olvida el frío y el hambre, sólo pensamos en matar para vencer...y ayer, finalmente, lo logramos. Por un momento tuve la esperanza de que volveríamos a nuestras casas, pero todo fue una tonta ilusión. El gobernador Dorrego insiste en enfrentar nuevamente a López y esta vez en territorio santafesino, en los pagos de Pavón. Don Juan Manuel y don Martín no están muy convencidos, sin embargo aflojaron ante la insistencia entusiasta de Dorrego. ¡Mala suerte!, otra vez a poner el cuerpo en el campo de batalla. A esta altura ya no sé por qué peleo, creo que ya nadie lo sabe.
Muy poco me importa la hegemonía política de Buenos Aires o el entuerto provocado por la distribución de rentas de la aduana. Mi mayor deseo es huir de este cenegal de sangre y carne, y regresar a tus brazos, mi nido, mi hogar verdadero.
Muchos de mis compañeros, amigos todos, yacen en el campo de batalla...muchos más caerán.
Ayer, las aguas del arroyo Yaguarón se tiñeron de rojo, ver semejante masacre me revolvió las tripas.
Privaciones, sangre, frío...así vivo. Sólo tu recuerdo, Pipa, me fortalece en el momento de enfrentar cara a cara a la muerte.
Estoy harto, de patriotismo ya no me queda nada. ¡Ay, mi vida!, debo doblegar mi espíritu rebelde para no desertar y correr a tu encuentro. Debo frenar mi furia para acatar las órdenes de mis superiores, a veces ridículas. ¿Cómo esperan que lancemos ofensiva tras ofensiva cuando las enfermedades, el cansancio, el frío y el hambre están haciendo estragos? Nos gritan : Prepárense para el ataque, y entonces, un rayo me atraviesa. Algunos compañeros se santiguan y otros comienzan a tartamudear plegarias encomendándose a los santos. Yo beso tu recuerdo y me lanzo al ataque.
Don Juan Manuel me mintió. Me dijo que la derrota del caudillo santafesino sería rápida y contundente. Desde que partí del Retiro en febrero ya pasaron seis meses y sin obtener un resultado que satisfaga al gobernador. ¡Maldigo el día en que acepté participar en esta campaña! Y tú tan lejos y desprotegida. Volveré pronto, Pipa y ya nada ni nadie podrá separarnos. Lo juro".
Así reflexionaba Alejo mientras vaciaba una botella de ginebra y se hundía en la tristeza.
_ ¿Qué le pasa aparcero? ¿Por qué esa cara de carnero degollao´? _ el soldado raso Molina, un mulato fortachón de sonrisa franca, le palmeó la espalda y se sentó junto a él cerca del fuego.
_ ¿Y qué me va a pasar? ¡Que estoy hasta el caracú de esta guerra sin fin! _ le respondió Alejo escupiendo cada una de las palabras.
_ No se me enoje. ¿Acaso no le dimos fiero ayer a los santafesinos? _ dijo aceptando un trago de ginebra que le ofreció Alejo.
_ Es verdad, pero Dorrego quiere seguir a López en sus tierras. Lo quiere aniquilar _ Alejo armó dos cigarros de chala, uno para él y el otro para el mulato.
_ ¡Ahh!, fumar me sienta bien _ suspiró Molina mientras saboreaba el tabaco _ Sí, eso escuché. Sin embargo, me parece que el coronel Rosas no está pa´nada de acuerdo con el gobernador.
_ ¿Quién le dijo eso? _ se entusiasmó Alejo.
_ El tuerto Medina. La otra noche le estaba cebando mate a don Juan Manuel y don Martín y les escuchó decir que esto no daba pa´más...¿me da otro traguito de ginebra?
_ Tome, tome. Gracias Molina, me alegró la noche _ la esperanza volvió a nacer en Alejo. Si lo que le dijo el mulato era verdad en breve estaría de regreso en Buenos Aires y huiría con Felipa.

El 12 de agosto de 1820 amaneció nublado. Una tormenta amenazaba desatarse sobre las filas de hombres, que taciturnos, marchaban hacia una nueva batalla esta vez en la localidad de Pavón.
Alejo, montado en su zaino, tejía pensamientos oscuros cargados de desazón. "Si aquí no termina esta lucha, yo deserto", resolvió decidido.
Dorrego estaba preocupado por la baja moral de sus tropas, sin embargo esto no lo amedrentó y siguió adelante con su propósito: aniquilar a López y regresar victorioso a Buenos Aires. Por otra parte, lo alentaba la férrea disciplina de sus hombres. Estaba seguro, no lo defraudarían.
El enfrentamiento se prolongó hasta el atardecer. Los porteños derrotaron a los rebeldes y López se retiró hacia el norte de su provincia.
Dorrego, no satisfecho con este triunfo, se propuso perseguir al caudillo santafesino aunque sin contar con el apoyo de Rosas y Rodríguez, que hartos de la necia obstinación del gobernador, resolvieron abandonar la campaña.
La mañana del 13 de agosto los "Colorados del Monte" emprendieron el regreso con un resabio amargo en la boca pero felices por retornar a sus hogares.
Mientras tanto, Estanislao López empujó a Dorrego hasta un campo que eligió previamente. Allí los porteños pasaron la noche y a la mañana siguiente, la mayor parte de sus caballos estaban muertos ya que el pasto de ese campo eran venenosos.
La batalla del 2 de septiembre fue una brillante victoria de López, que puso en acción una fuerza más o menos equivalente a la de Dorrego. Con ellos logró envolver a las tropas porteñas hasta obligarlas a retirarse. La persecución fue terriblemente sangrienta, hasta llevar a López a ordenar suspenderla, impresionado por ver correr tanta sangre en una guerra civil: en total murieron 320 hombres del ejército porteño.
Alejo se enteró de la masacre a poco de llegar a su casa. Recibió la noticia con dolor y rabia. "Tantos compañeros muertos por el capricho de un hombre que sólo busca la gloria personal", pensó contrariado pero festejó la destitución de Manuel Dorrego. Ahora su comandante, Martín Rodríguez era el nuevo gobernador de Buenos Aires.
Azuzó al zaino con el rebenque para apurar el galope. Desesperaba por abrazar y besar a Felipa.
¿Cómo la encontraría? ¿Lo estaría esperando? ¿Lo seguiría amando con la misma intensidad que lo hacía él?

Cuando Alejo partió en el mes de febrero para unirse a "Los Colorados del Monte", Felipa sangró de dolor. Sin el amparo de Alejo se sentía desprotegida y vulnerable. Don Ildefonso la aterraba, siempre en las sombras esperándola como lo hace el puma a su presa.
Muchas veces durante la ausencia del muchacho tuvo que huir del acoso del viejo que gozaba susurrándole palabras obscenas. Una noche, mientras dormía en su habitación, sintió sus manos sudorosas sobre sus pechos desnudos. Pegó un salto aterrorizada y ahí estaba él, mirándola con ojos libidinosos y una sonrisa cínica. "¡Estúpida!, ¿cómo olvidé de trabar la puerta?", pensó desorientada.
Felipa se acurrucó en un rincón de la cama, apoyada la espalda contra la pared. Comenzó a temblar, la lengua anudada incapaz de pedir auxilio. Además, ¿quién la ayudaría? Doña Rosaura apenas se restablecía y sus amigas dormían en el otro extremo de la casa. No la escucharían.
"¡Alejo!, ¡Alejo!, ¿dónde estás?", gritaba su corazón en cada latido acelerado.
_ ¡Fuera! _ atinó decir.
Ildefonso rió de buena gana. Sabía que nada ni nadie lo detendría. Esa noche por fin la haría suya. La penetraría royéndole las entrañas. Se tiró encima de ella y comenzó a besarla. Como un salvaje, le mordió los labios para que abriera la boca y poder devorarla con su lengua.
Felipa pateaba intentando separarse de él pero el hombre la tenía sujeta de las manos con fuerza. Le arrancó de un tirón el sencillo camisón de batista y admiró desquiciado el cuerpo generoso que durante tanto tiempo lo desvelaba.
_ ¡Por fin serás mía, puta!_ exclamó excitado.
Se bajó el pantalón ante la turbación de Felipa. Ver la erección del viejo le dio náuseas.
"¡Morenita, ayúdame!", le suplicó a su Virgen.
La Virgen no la escuchó y el bastardo la penetró con violencia. Ella consiguió gritar, un aullido sordo y penetrante que hizo temblar la casa.
De repente y antes que Ildefonso derramara el semen dentro de ella, entró Rosaura en el dormitorio y con una estatuilla de madera golpeó la cabeza de su hermano que cayó inconsciente sobre Felipa. De un solo movimiento rápido, ella se lo quitó de encima, con asco , con repugnancia. Ildefonso cayó al suelo y allí quedó hasta que uno de los esclavos lo trasladó a su habitación.
Felipa lloró con amargura abrazada a doña Rosaura. Si no hubiera sido por su intervención ella ahora llevaría en su vientre la simiente del viejo.
Ahora, al recordar ese atroz momento Felipa rezó para que Alejo nunca se enterara. Si eso sucediera algo terrible e irreparable sucedería....
Desde esa noche, Ildefonso nunca más se acercó a Felipa. Se mantenía apartado, pero la joven siempre sentía el peso de su mirada persiguiéndola, torturándola.
A partir de aquella noche comenzó a dormir en el cuarto de doña Rosaura. La mujer, ya recuperada totalmente, era su escudo. Nunca le mencionó lo sucedido ni a Felicitas ni a Rosario; ni siquiera a su abuela Filomena. Cuántos menos lo supieran, mejor. Si Lautaro llegara a enterarse no dudaría en contárselo a Alejo y entonces...El esclavo que las ayudó se mantendría cayado bajo la amenaza de recibir cien latigazos si abría la boca. Era la primera vez que doña Rosaura tomaba semejante determinación.
La relación entre los hermanos Gómez Castañón se volvió tensa, no sólo por lo sucedido con Felipa, sino también por las tierras que Ildefonso pergeñaba arrebatar a los ranqueles.
Rosaura se oponía rotundamente pero Ildefonso ya tenía trazado un plan y estaba dispuesto a ponerlo en práctica. Lo único que lamentaba era que su hermana se hubiera repuesto, ¿cómo habían descubierto que todas las noches, mientras él la cuidaba, aprovechaba a mezclar arsénico en el agua de la jarra? Ildefonso sospechaba de doña Filomena, la muy zorra y sus artimañas de magia negra siembre desbarataban sus planes. Ya se encargaría de ella también.
Aún le dolía la cabeza por el golpe que le había dado su hermana la noche que violó a Felipa. Bien lo valía, sonrió al recordar. Pronto tendría una segunda oportunidad y esa vez nadie osaría interrumpir.
Si bien Rosaura lo vigilaba como un halcón a su cría, la astucia de Ildefonso lograba engañarla. Dos noches a la semana fingía asistir a "La Posada", un café de paredes de intenso color rojo ubicado a seiscientos metros del Cabildo y donde solían reunirse los patriotas luego de intensas jornadas de discusión sobre temas políticos para emborracharse y jugar a los dados.
Ildefonso, en realidad,  acudía a la casa del doctor Arriaga donde ultimaban los detalles para apropiarse de las tierras que ocupaban los ranqueles en las Salinas Grandes al sudoeste de la provincia de Buenos Aires. Estas tierras eran de vital importancia para los saladeros de la provincia. Idelfonso  planeaba crear un circuito comercial donde un asiduo tránsito de carretas portarían las preciadas planchas de sal.
_ Don Ildefonso, ¿no le parece muy audaz lo que se propone? _ dudó el doctor secándose la transpiración de la frente con un pañuelo de delicado encaje.
Ildefonso lo miró asqueado de la cobardía del hombre que tenía sentado frente a él. "No se fíe de él padre, es un mariposón pusilánime", le había advertido Rubén. "Lo necesito, hijo, lo necesito. El doctorcito conoce la forma de diseminar el virus de la varicela sobre la población de los rankulches. Lamentablemente dependo de él para llevar adelante mi plan", suspiró fastidiado.
_ Para nada, mi estimado doctor _ le respondió al tiempo que encendía un cigarro _ ¿Acaso su merced piensa abandonarme? _ Ildefonso lo observó con suspicacia elevando la ceja derecha, fiera la mirada.
El doctor Arriaga se echó hacia atrás repatingándose en el sillón.
_ No, no, lejos de mí semejante suposición mi estimado señor _ dijo tragando saliva. Arriaga estaba arrepentido de haberse dejado envolver por Ildefonso y ahora no sabía como salir del embrollo en el que se había metido.
_ Bueno, basta de palabrerío y vayamos al grano. ¿Tiene usted lo que le he encargado? _ preguntó arrojando el humo del cigarro en el rostro apergaminado del doctor.
_ Esta noche lo tendrá a su disposición _ respondió transpirando, el fuego que chisporroteaba en la chimenea de la sala lo estaba asando. Se aflojó el corbatín, le faltaba el aire.
_ ¡Qué mal color tiene doctor! ¿Se siente mal? Le convendría tomar alguno de esos brebajes que recomienda a sus pacientes _ se rió Ildefonso. "¡Maricón cobarde! Si algo sale mal yo mismo te rajaré el vientre", pensó mientras bebía una copa de carlón de gran cuerpo y de un azul intenso.
Arriga se sorprendió al notar que Ildefonso lo bebía sin rebajarlo con agua. Ese tipo de vino producido con las cepas de uva Garnacha eran de una alta gradación alcohólica y de una potencia aromática fuerte y persistente. Volvió a tragar saliva. Ese hombre era un verdadero animal y él, una presa pronta a ser devorada si no cumplía con lo estipulado.
_ Me voy doctor, no sin antes recordarle que no deben quedar cabos sueltos. Sólo usted, mi hijo Rubén y yo debemos saber lo que sucederá, los demás...bueno, no hace falta que le repita lo que debe hacer, ¿verdad? _ Ildefonso clavó sus ojos oscuros y duros como el pedernal en el hombre delgado que apenas podía mantenerse en pie.
_ Vaya tranquilo don Ildefonso, tengo todo bajo control _ respondió con un hilo de voz, ni él mismo se lo creía.
_ Por su bien eso espero. Y hágame caso doctor, tómese uno de esos brebajes curalotodo que usted prepara, sinceramente no lo veo bien _ Ildefonso tomó el sombrero y el bastón, montó su caballo y se perdió entre las sombras de la noche mientras Arriaga temblaba escuchando sus sonoras carcajadas.
Al quedarse solo, el doctor Arriaga se sirvió una copa de cognac. La mano le temblaba. Bebió el cognac de un trago y llamó a su esclavo de confianza, un negro joven y musculoso con el que pasaba varias noches a la semana. "Que pena tener que matarte", pensó desolado.
_ ¿Está todo listo? _ preguntó ocultando el miedo que lo embargaba.
_ Todo listo, amo. Lo tengo encerrado en el galpón metido en una bolsa de arpillera _ al negro no le había gustado la misión que le encomendara el doctor pero nunca tenía otra alternativa mas que obedecer, como tampoco le gustaba que su amo lo cogiera como si fuera una puta yegua.
_ Muy bien, andando _ le ordenó _ Acabemos con esto de una maldita vez.
Galoparon en silencio, interrumpido de tanto en tanto por un suave quejido proveniente de la bolsa que llevaba el esclavo sobre la montura y entre las piernas.
Llegaron a la toldería dos horas antes del amanecer. El doctor Arriaga se quedó cuidando los caballos oculto en un bosque de caldenes.
_ Ve tú y déjalo cerca de alguna vivienda. Ten cuidado, no deben verte. Aunque creo que los centinelas seguramente deben estar ebrios como es su costumbre, de igual modo, sé precavido _ le insistió. Si los descubrían eran hombres muertos.
El negro hizo un gesto afirmativo con la cabeza y con la bolsa al hombro caminó con paso rápido hacia la toldería.
Todos dormían. Los ranqueles que hacían guardia, también. El negro se arrodilló en la entrada de una de las viviendas hechas con toldos de cuero de vaca y allí, sobre la tierra húmeda, depositó su carga.
Abrió la bolsa y con cuidado, para no despertarlo, sacó un bebé de apenas unos meses infectado de varicela. El pequeño ni se inmutó, la infusión de passiflora que le suministró cumplió su cometido.
Por un instante dudó si estaba haciendo lo correcto. ¡Claro que no lo estaba haciendo! No podía mentirse más. Abandonar a ese inocente en medio de aquellos salvajes era una atrocidad. Pero la vida de su madre y la suya propia dependían de ese malintencionado acto.
"Perdón sobrinito", balbuceó mientras recordaba la promesa del doctor Arriaga de concederle la libertad a él y a su madre si lo ayudaba.
"Igual se va a morir. Esta enfermedá no perdona", se consoló el negro. "Pronto vas a estar en el cielo con tu madre". La mujer había muerto el día anterior por la misma enfermedad.
Con extremo sigilo regresó junto a su amo que lo esperaba con los nervios de punta. Sin decir palabra emprendieron el regreso. El negro, combatiendo con sus remordimientos; el doctor, aliviado y satisfecho. Sólo faltaba un detalle...
Cuando cruzaron el cauce del río Salado, Arriga desenfundó su trabuco y le disparó a mansalva al negro que lo miró sorprendido.
_ Lo siento, pero no puedo dejar cabos sueltos...Espero sepas comprender.