Novelas en capítulos y cuentos cortos

sábado, 20 de febrero de 2016

CAMINO DE SANGRE Y...ROSAS, Cap 23

"Caprichos del destino, 
 deseos del futuro vecino
 aquel que acaricia la balanza,
 que resolverá la adivinanza de la vida,
 el acertijo del que no hay huída".  Nerea Nieto.



Tina buscó a Lourdes por toda la casa. "¿Dónde se habrá metido esa criatura?". Se le ocurrió entonces echar un vistazo en el dormitorio de Consuelo. Acertó. La puerta estaba sin llave. La encontró ovillada sobre la cama sosteniendo contra su pecho la muñeca de porcelana de su madre.
Tenía los ojos cerrados, pero no dormía; el cabello, como una mantilla dorada, le cubría la espalda. Su respiración, serena. De tanto en tanto, se secaba una lágrima traviesa con el dorso de la mano.
Tina se acercó silenciosamente.
_ Lourdes, querida, debes comer _ le acarició la cabeza con cariño. Estaba preocupada, desde su llegada no hablaba y apenas se alimentaba. Entre ella y Mercedes, a duras penas, pudieron arrancarle el por qué de su dolor: la traición de Rafael.
_ Basta de llorar. Sabes que te quiero como si fueras mi hija. Consuelo fue mi única amiga, la amiga que me contuvo en el momento más amargo de mi vida. Recuerdo que me repetía: "Por muy larga que sea la tormenta, el sol vuelve a brillar entre las nubes".
_ ¡Ay Tina!, Rafael destruyó el amor que sentía por él. No confió en mí, me pagó con engaños.
_ Tuvo miedo, pensó que no lo comprenderías _ trató de justificarlo aunque sin entender por qué lo hacía.
_ Supuso mal _ dijo resentida.
_ No seas tajante, niña, quizás en este momento esté arriesgando su vida por salvar a don Lorenzo.
_ ¿Por qué lo defiendes, Tina? Es un mentiroso y lo odio.
Lourdes estalló en un llanto amargo.
_ Querida, me duele verte sufrir. Ya verás, todo se arreglará.  No pierdas la esperanza porque aunque sufras, tener esperanza es en sí una dicha.
_ Tina, ¿has querido mucho a mi madre, no? _ en ese momento Lourdes recordó las palabras de Consuelo: "Tina siempre estuvo a mi lado. Tina, mi gran amiga...mi única amiga".
_ Muchísimo. Antes de morir me hizo prometer que siempre te protegería.
_ Tina, nunca me has contado tu historia.
_ Si me regalas una sonrisa, te la voy a confiar. Pero antes, come algo. Mira, Tomasa te ha preparado estas empanadas de carne y una deliciosa mazamorra con canela.
Tina la ayudó a incoporarse; le acomodó unos almohadones de terciopelo azul en la espalda y le acercó una bandeja de plata con el refrigerio. Comió sin ganas.
_ Mamá, en su diario, me reveló que tu historia es muy triste, así que si te hace daño recordar...
_ Shhh...deseo contarla porque es una manera de renovar mi esperanza.
Tomadas de la mano, Tina comenzó su relato.
Allá por el año viente, mi marido recibió la propuesta de trabajo que siempre soñó. Él era maestro y enseñaba en el pueblo en el que vivíamos con mis padres. La escuela era un rancho que apenas se sostenía en pie. Poco después de casarnos, los niños dejaron de asistir. Los mayores debían ayudar en las tareas del campo y los menores, en las tareas del hogar.
Defraudado por la incomprensión y el desinterés de los padres, Pedro, mi marido, cerró la escuela y se dedicó a la alfarería.
Le gustaba modelar la tierra arcillosa, pero enseñar...amaba enseñar.
Recuerdo que se levantaba con el canto del gallo y entusiasmado preparaba los materiales que necesitaba para la confección de platos, ollas y fuentes que le encargaban nuestros vecinos.
En la última Navidad que festejamos en familia me regaló un nacimiento bellísimo. ¡Él mismo lo pintó! Era un artista.
Una vez al mes se realizaba una feria en la plaza del pueblo. Su puesto era el más visitado.
Vasijas de barro, empuñaduras de cuchillos y cabos de rebenque de hueso tallado, los vendía como pan caliente.

Fue un tiempo de dicha, sobretodo cuando descubrí que estaba embarazada.
Pedro nunca se quejaba de su oficio, pero no era feliz.
Por una amiga de mi madre me enteré que en la provincia de Córdoba se requería un maestro para una escuela recién inaugurada.
Sin comentarlo con Pedro, escribí postulándolo. La respuesta tardó, pero cuando la recibí, ¡que grande fue mi alegría! Fue la primera vez que vi llorar a Pedro.
A la semana siguiente, nació nuestro hijo. Lo llamamos Miguel como mi abuelo materno.
Cuando me recuperé del parto nos pusimos en camino.
Don Cosme, el curandero, nos prestó su carreta tirada por dos bueyes viejos, pero robustos. 
Roque, el pulpero, nos regaló un baúl enorme de quebracho que Pedro aprovechó para guardar sus preciados libros. Era un apasionado de la lectura.
Las amigas de mi madre nos prepararon tres cajas de provisiones: quesos, embutidos, carne salada, hogazas de pan y verduras de sus huertas.
Partimos jubilosos. Pedro y yo viajábamos en el pescante de la carreta; Miguelito, cómodo en una canasta detrás nuestro.
A los pocos días de iniciada nuestra travesía sucedió lo inesperado, una fatalidad que cambió nuestro destino...


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